
INTRODUCCIÓN A LA LICITUD DE LA PRUEBA
Llegamos ahora a uno de los temas más controversiales y polémicos del derecho probatorio: la licitud de la prueba. Es un tema especialmente sensible porque, al momento de decidir sobre la admisibilidad o exclusión de una prueba ilícita, entran en tensión valores constitucionales fundamentales que como sociedad nos interesan y que debemos proteger. Por un lado, está el derecho a probar y esclarecer los hechos para alcanzar justicia en cada caso concreto; por el otro, está la protección rigurosa de los derechos fundamentales de las personas, derechos que con frecuencia pueden verse vulnerados durante los actos de investigación o producción probatoria. Me refiero aquí a derechos tan sensibles como la intimidad, la integridad física o moral, los derechos del capturado, entre otros.
Por lo tanto, cuando estudiamos la licitud probatoria no estamos únicamente ante un problema de derecho procesal o probatorio. En realidad, estamos en medio de un diálogo profundo con el derecho constitucional y, particularmente, con el respeto a los derechos fundamentales. Con esto claro, entremos al fondo del asunto.
El problema central que enfrentamos es que la prueba, en su faceta procedimental, está estrictamente regulada. Existen numerosas normas jurídicas sobre cómo obtener la prueba durante los actos de investigación y cómo producirla dentro del proceso judicial. Sin embargo, como la realidad no es perfecta, en la práctica ocurre con frecuencia que estas normas no siempre se cumplen estrictamente. De hecho, es común que en la investigación o en la producción de las pruebas se cometan errores que implican violaciones de normas.
Frente a esta situación, surge inmediatamente una pregunta: ¿cuál es la consecuencia jurídica que debe aplicarse cuando se obtienen o producen pruebas con violación de normas establecidas? Alguien podría decir rápidamente: «Profesor, si una prueba se obtiene incorrectamente, simplemente no debería admitirse». Claro, esa respuesta puede parecer sencilla y lógica en teoría. Pero supongamos un ejemplo real: ¿qué ocurre si existe un video perfectamente claro, fiable, que capta exactamente el momento en que una persona cometió un delito grave, pero dicho video fue obtenido con una infracción procedimental, por ejemplo, sin orden judicial adecuada? ¿Podríamos simplemente descartar esta prueba, aún sabiendo que refleja la realidad del delito? Hacerlo, evidentemente, causaría un rechazo social y sensación de impunidad.


Ahora bien, alguien podría argumentar exactamente lo contrario: «Profesor, si la prueba es relevante y fiable, ¿por qué debería quedar excluida? Que se sancione disciplinariamente o penalmente a quien cometió la infracción al obtenerla, pero que la prueba permanezca en el proceso». Esta postura también parece razonable. Sin embargo, tiene un grave riesgo histórico y político. Sabemos por experiencia que los gobiernos y poderes, incluso con intenciones legítimas de lograr justicia, frecuentemente cometen abusos y arbitrariedades. Permitir que cualquier prueba, sin importar cómo se obtuvo, sea admisible podría generar incentivos para que las autoridades violen sistemáticamente nuestros derechos fundamentales. Recordemos algo importante: las reglas jurídicas y las garantías constitucionales nos protegen a todos. Hoy puede ser otra persona, pero mañana podemos ser nosotros o alguien cercano quienes estemos en riesgo de sufrir tales abusos.
En definitiva, ambas posiciones resultan atractivas desde perspectivas diferentes, pero elegir una sobre otra puede implicar desproteger valores fundamentales. Por eso, como sociedad y especialmente como abogados, jueces y estudiantes del derecho, debemos buscar un punto de equilibrio, una aplicación proporcional y justa que reconozca tanto el valor de la justicia como el respeto irrestricto de los derechos fundamentales.
¿Cuál es, entonces, el problema preciso que analizaremos en este capítulo? Podemos resumirlo así: cuando una prueba es relevante (es decir, pertinente) y además fiable (es decir, aporta información de calidad sobre el hecho objeto de controversia), pero se obtiene o se produce mediante la violación de alguna norma jurídica, ¿qué debemos hacer con ella?
Resalto aquí la importancia de que la prueba sea tanto relevante como fiable. Algunos autores suelen simplificar este problema señalando que, por ejemplo, la información obtenida mediante tortura no es fiable porque la víctima dirá lo que el torturador quiera escuchar. Eso es absolutamente cierto: si una prueba no es fiable o no es relevante, la discusión carece de interés. El verdadero reto aparece cuando estamos ante pruebas cuya fiabilidad es evidente y cuyo valor probatorio es considerable. Pensemos en videos, historias clínicas, conversaciones de WhatsApp, publicaciones en redes sociales, entre otros. Todas estas pruebas generalmente aportan información valiosa y creíble sobre lo que realmente ocurrió.
En los siguientes apartados abordaremos brevemente la evolución histórica de este problema, y luego analizaremos en detalle cómo ha enfrentado nuestra realidad colombiana este conflicto entre la búsqueda de la justicia y la protección de los derechos fundamentales en relación con la licitud probatoria.
Algunos apuntes históricos.
En general, la literatura especializada sobre la licitud probatoria reconoce el papel protagónico de Estados Unidos, especialmente a través de las decisiones de su Corte Suprema. Una de las providencias más destacadas es la sentencia Weeks vs. Estados Unidos de 1914. Sin embargo, esta no fue la primera vez que una corte abordaba el problema de la prueba obtenida violando derechos. Si revisamos un poco la historia, encontramos decisiones anteriores emitidas por cortes estatales norteamericanas, e incluso antecedentes en Inglaterra y Argentina. Sin embargo, la sentencia Weeks alcanzó una relevancia excepcional por tres razones fundamentales.
La primera razón es la evidente influencia y prestigio de la Corte Suprema de los Estados Unidos, cuyo peso en la evolución del derecho es innegable. La segunda es la contundencia con la que se pronunció el tribunal. La Corte Suprema afirmó de manera explícita que cuando una prueba, aunque relevante y fiable, se obtenía vulnerando derechos fundamentales, como la intimidad, debía ser excluida del proceso. Este pronunciamiento marcó el nacimiento de lo que hoy llamamos la regla de exclusión. La tercera razón, no menos importante, fue la controversia que generó esta decisión. En su momento, esta regla de exclusión no estaba prevista en ninguna norma positiva; no existía en la Constitución Federal, ni en constituciones estatales, ni mucho menos en leyes ordinarias o reglamentos administrativos. Esto llevó a muchos críticos a afirmar que la Corte Suprema se había “inventado” la regla, haciendo uso del denominado activismo judicial, concepto que volvió a tomar relevancia en las discusiones jurídicas y políticas de la época.
De hecho, una vez publicada la sentencia, no hubo una aceptación pacífica ni unánime en Estados Unidos. Por el contrario, la decisión generó intensos debates en diferentes sectores políticos y académicos, que podemos resumir en tres grandes discusiones.
La primera discusión giraba en torno a la legitimidad misma de la regla. ¿Podía la Corte Suprema crear una regla jurídica que no tenía una base normativa previa, ni constitucional ni legal? Este cuestionamiento estaba profundamente relacionado con la crítica sobre el activismo judicial, es decir, la idea de que los jueces excedían sus competencias para imponer normas no previstas expresamente.
La segunda discusión se refería al alcance territorial de esta regla, dada la estructura federal del país. ¿Debía aplicarse únicamente a la justicia federal o debía extenderse también a los tribunales estatales? Inicialmente hubo una fuerte resistencia en muchos estados, argumentando que esta regla solo obligaba a la justicia federal y que cada estado conservaba autonomía para decidir si aceptaba o rechazaba dicha doctrina.
La tercera gran discusión giraba en torno a su alcance sustancial. Es decir, se debatía sobre cuáles eran los derechos fundamentales cuya vulneración generaba la aplicación de la regla de exclusión. Algunos sostenían que únicamente la intimidad justificaba esta exclusión, mientras otros defendían que otros derechos fundamentales, como la integridad física o los derechos del capturado, debían tener idénticas consecuencias.
Si ustedes desean profundizar más en esta evolución histórica en Estados Unidos, recomiendo especialmente el libro del profesor español Carlos Fidalgo Gallardo. Este autor elaboró una valiosa tesis doctoral escrita directamente en español, en la que analiza detalladamente la historia y evolución de la regla de exclusión en el derecho norteamericano, comparándola luego con España. Su obra está disponible libremente en internet y representa uno de los estudios más completos sobre este tema.
Pasando ahora al ámbito continental europeo, la doctrina alemana también ofrece aportes conceptuales muy valiosos. Aunque otros países, como España e Italia aportaron matices significativos, Alemania marcó un hito especialmente relevante. A comienzos del siglo XX (aproximadamente en 1903), un autor alemán llamado Ernst Beling alcanzó notoriedad al desarrollar la idea de las llamadas “prohibiciones probatorias”. Beling observó críticamente que, aunque el proceso penal tiene como uno de sus objetivos fundamentales alcanzar la verdad de los hechos, paradójicamente existían –y aún hoy existen– en los códigos numerosas reglas que dificultaban, impedían o directamente imposibilitaban esta búsqueda de la verdad.
Este autor se interesó particularmente en identificar estas reglas y analizar sus fundamentos. Sin embargo, en mi opinión, su análisis quedó incompleto en un punto decisivo: no profundizó suficientemente en cuáles debían ser las consecuencias jurídicas cuando dichas reglas fueran violadas. Por ejemplo, pensemos en el derecho a guardar silencio o a no declarar contra un familiar cercano (en Colombia, previsto en el artículo 33 constitucional). ¿Cómo es posible, desde la lógica estricta de búsqueda de la verdad, aceptar que alguien, habiendo presenciado un delito grave cometido por su padre, pueda negarse a declarar sobre lo que percibió? Desde luego, esta regla no facilita la búsqueda de la verdad, sino que la impide deliberadamente. Autores posteriores como Kai Ambos en Alemania, o en América Latina procesalistas argentinos como Julio Maier, han seguido estudiando estas complejas contradicciones, pero sigue siendo claro que la discusión más desafiante es decidir cuál debe ser la consecuencia procesal cuando se violan esas normas, especialmente frente a pruebas cuya fiabilidad y relevancia parecen indudables.
Con este panorama histórico en mente, pasemos ahora a examinar específicamente cómo ha enfrentado Colombia este problema, qué soluciones ha propuesto nuestra legislación y cómo ha respondido nuestra jurisprudencia a estos complejos desafíos.


Introducción al régimen colombiano de licitud probatoria.
La historia jurídica colombiana sobre la licitud probatoria se divide en dos momentos: antes y después de la Constitución Política de 1991. Este cambio se dio debido a que nuestra Constitución vigente incluyó una disposición expresa sobre este asunto en el artículo 29, el cual regula el debido proceso. Concretamente, en su último inciso establece, de manera categórica, que: «es nula de pleno derecho la prueba obtenida con violación del debido proceso». Nada similar había sido establecido en la Constitución anterior de 1886.
A partir de esta consagración explícita, tanto la doctrina como la jurisprudencia colombiana comenzaron a prestarle mayor atención al fenómeno de la prueba obtenida con violación de derecho. Proliferaron rápidamente libros, artículos, conferencias y sentencias dedicadas a analizar en detalle la problemática, generando un debate académico y judicial mucho más intenso que en épocas anteriores. Esto no significa que antes de la Constitución del 91 no existiera preocupación alguna sobre este tema, pero sin duda la riqueza conceptual y la profundidad con que empezó a tratarse fueron considerablemente mayores desde entonces.
Pese a este significativo avance constitucional, el reconocimiento a nivel legislativo tardó en llegar. Fue solo con la expedición del Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004) cuando Colombia reguló explícitamente la exclusión de las pruebas obtenidas ilícitamente, principalmente a través de dos disposiciones fundamentales: el artículo 23 y el artículo 455. Más adelante, el Código General del Proceso (Ley 1564 de 2012) decidió replicar en su contenido, de manera casi literal, la regla constitucional. Con esto se buscó poner fin a una discusión que, personalmente, nunca me pareció particularmente relevante, pero que estaba muy extendida en ciertos círculos académicos y judiciales.
Algunos juristas sostenían que el debate sobre la exclusión probatoria era exclusivo de los abogados penalistas y, por lo tanto, no aplicable en materias civiles, laborales o de familia. Desde la academia, la postura mayoritaria siempre ha sido distinta: la exclusión por ilicitud probatoria se aplica transversalmente a todas las especialidades, porque así lo establece claramente la Constitución. Esta no distingue en términos de especialidad jurídica; simplemente declara la nulidad de pleno derecho de toda prueba obtenida en violación al debido proceso, sin importar el área del derecho de la que se trate.
Precisamente por esta razón, con la incorporación de esta regla en el Código General del Proceso se terminó definitivamente el debate. Hoy día, ya no existe duda alguna respecto a que la exclusión probatoria por violación del debido proceso también es aplicable en materias como familia o laboral. Pensemos en ejemplos prácticos para ilustrar mejor este punto:
En derecho de familia, es común el caso en que uno de los cónyuges busca demostrar la infidelidad de su pareja utilizando pruebas obtenidas mediante actos invasivos, claramente vulneradores de la intimidad. Supongamos situaciones extremas, como colocar un GPS en el vehículo de la pareja para rastrear en tiempo real su ubicación, instalar cámaras o micrófonos ocultos dentro del automóvil o, peor aún, realizar capturas clandestinas de información en computadores personales mediante software espía que guarde automáticamente toda la actividad para revisarla después. Este tipo de conductas, además de reprochables éticamente y con relevancia penal, plantean un debate serio cuando las pruebas obtenidas mediante estas acciones se presentan ante un juez civil para justificar una causal de divorcio basada en relaciones extramatrimoniales. ¿Debería admitirse esta prueba obtenida claramente violando el derecho a la intimidad?
Algo similar ocurre en materia laboral. Pensemos en el empleador que instala cámaras o micrófonos ocultos en el lugar de trabajo sin informar previamente a sus empleados. O en aquel empleador que proporciona un casillero (locker) personal al trabajador, generando en este una legítima expectativa de privacidad, y luego accede al locker sin consentimiento del trabajador, buscando pruebas de alguna conducta irregular. Estos escenarios generan inevitablemente una controversia acerca de la licitud de las pruebas obtenidas y, en consecuencia, sobre su admisibilidad en procesos judiciales laborales.
Estas discusiones, lejos de ser exclusivas del ámbito penal, son legítimas y necesarias en cualquier rama del derecho. La protección del debido proceso y de los derechos fundamentales, especialmente la intimidad, es una obligación transversal que debe preocupar a todos los operadores jurídicos sin importar la especialidad en la que actúen. Es por esto que la consagración constitucional, seguida del reconocimiento legislativo en el Código General del Proceso, no hace más que confirmar algo que ya debía ser evidente: la licitud probatoria no es una preocupación exclusiva del derecho penal, sino un principio general del derecho colombiano.
Finalmente, la norma más reciente en nuestro ordenamiento jurídico que aborda este fenómeno probatorio es el Código General Disciplinario, en su artículo 21. Esta disposición es particularmente valiosa porque fue redactada aprovechando las experiencias acumuladas durante más de dos décadas de aplicación constitucional, penal y procesal civil. De esta manera, la redacción del Código General Disciplinario refleja con precisión y claridad el funcionamiento real de la exclusión probatoria que analizaremos en profundidad a continuación.
Todo este desarrollo doctrinal, legislativo y jurisprudencial de más de veinte años ha generado un vasto marco conceptual y práctico, compuesto por numerosos libros, artículos, conferencias y sentencias judiciales. Nuestra tarea en este punto es precisamente ordenar ese amplio conjunto de fuentes y proponer una estructura clara y conceptual que facilite la comprensión y aplicación del régimen colombiano de licitud probatoria. Eso es precisamente lo que haremos en las páginas siguientes.
Propuesta conceptual.
Quisiera hacerles una recomendación antes de profundizar en este apartado: es esencial establecer una distinción clara entre lo que denominaremos, por un lado, la consecuencia jurídica derivada de obtener una prueba violando el debido proceso y, por otro lado, los presupuestos o condiciones necesarias para aplicar esa consecuencia jurídica.
La consecuencia jurídica de obtener una prueba mediante la violación de normas jurídicas puede recibir diversas denominaciones dependiendo del país o la tradición jurídica que se estudie. En algunas jurisdicciones se habla de «nulidad de la prueba», «ineficacia probatoria», «inutilidad probatoria», entre otras expresiones equivalentes. En Colombia, sin embargo, debido fundamentalmente a la influencia de la tradición estadounidense y particularmente al desarrollo del Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004), se ha consolidado la expresión «regla de exclusión» para designar esta consecuencia jurídica específica. Por esta razón, en nuestro contexto jurídico colombiano es preferible utilizar siempre este término, ya que se ha posicionado ampliamente en la doctrina, en la jurisprudencia y, en general, entre los operadores jurídicos del país.
Ahora bien, alguien podría preguntarse: «Profesor, ya entendemos que la regla de exclusión es la consecuencia jurídica, pero ¿cuáles son exactamente los presupuestos que permiten aplicar esta regla?» Este cuestionamiento es totalmente legítimo. Haciendo una comparación, es como estudiar la pena en derecho penal; no basta con entender qué es una pena, también debemos comprender claramente cuándo procede imponerla.
En este segundo ámbito, que denominaremos presupuestos de aplicación, también encontramos una gran diversidad terminológica. En la doctrina internacional se emplean expresiones como «prueba ilícita», «prueba ilegal», «prueba inconstitucional», «prueba nula», «prueba ineficaz», «prueba viciada» o «prueba prohibida», entre otras. Sin embargo, en el ámbito colombiano, se han consolidado fundamentalmente dos términos específicos: «prueba ilícita» y «prueba ilegal». Estas dos expresiones son las que han tenido mayor acogida doctrinal y jurisprudencial para referirse a aquellos elementos de conocimiento susceptibles de ser excluidos del proceso judicial mediante la regla de exclusión.
Desde este punto de vista analítico y metodológico, les propongo entonces el siguiente camino para abordar adecuadamente la comprensión de este tema: en primer lugar, estudiaremos en profundidad la consecuencia jurídica, es decir, el funcionamiento concreto y los alcances prácticos de la regla de exclusión. Una vez comprendido plenamente este aspecto, pasaremos entonces a analizar los presupuestos configurativos, determinando en qué circunstancias estamos frente a una prueba ilícita o una prueba ilegal, y precisando claramente las diferencias entre ambas categorías.
Siguiendo esta estructura, podremos abordar el fenómeno de la licitud probatoria en Colombia de manera ordenada, clara y sistemática, facilitando así su comprensión y correcta aplicación en la práctica judicial.
La regla de exclusión como consecuencia jurídica.
Para comprender adecuadamente la regla de exclusión como consecuencia jurídica, considero esencial analizar dos aspectos fundamentales. En primer lugar, las consecuencias prácticas de aplicar dicha regla; y en segundo término, su relación e impacto dentro del proceso judicial.
Comencemos con las consecuencias prácticas. Inicialmente, conviene aclarar algo sobre la expresión usada por nuestra Constitución de 1991 cuando establece que «es nula de pleno derecho la prueba obtenida con violación del debido proceso». La nulidad de pleno derecho, que proviene esencialmente del derecho civil —más concretamente del ámbito contractual—, implica en principio que no sería necesaria una decisión judicial expresa para que se reconozca dicha nulidad. Por ejemplo, en materia contractual, si una persona considera que un contrato es nulo de pleno derecho, podría negarse legítimamente a cumplir sus obligaciones derivadas del mismo, aun sin que medie previamente un fallo judicial confirmando tal nulidad.
No obstante, en materia probatoria, me parece que el tema es diferente. Los elementos de conocimiento tienen una función epistemológica específica dentro del proceso. Esto significa que cuando una prueba obtenida ilícitamente es puesta en conocimiento del juez, este necesariamente debe pronunciarse expresamente sobre su exclusión. Por esta razón, la clave para entender correctamente la regla de exclusión no radica en la aplicación automática sin intervención judicial, sino en identificar las consecuencias que se derivan cuando un juez decide aplicar expresamente dicha regla en un auto o sentencia.
Luego de estudiar profundamente este tema (incluso fue objeto de mi tesis de maestría), de consultar numerosas fuentes doctrinales y jurisprudenciales, así como conversar con expertos, llegué a la conclusión de que la regla de exclusión conlleva tres tipos específicos de consecuencias:
Prohibición de admisión. Esta primera consecuencia es justamente la razón por la cual estudiamos la regla de exclusión durante el juicio de admisibilidad probatoria. La idea es impedir que la prueba susceptible de exclusión ingrese al proceso judicial desde el inicio, evitando lo que doctrinalmente se conoce como el “efecto contaminante” de la prueba ilícita. Dicho efecto contaminante ocurre cuando el juez, al conocer el contenido de una prueba —por ejemplo, una grabación ilegal, un documento obtenido violando la intimidad, o un testimonio irregular— queda inevitablemente influenciado por dicha información. Por lo tanto, la prohibición de admisión busca prevenir desde un inicio ese riesgo.
Sin embargo, ¿qué sucede si, pese a todo, la prueba logra ingresar al proceso y es conocida por el juez?
Prohibición de valoración. Cuando la prueba ya ingresó indebidamente al proceso y el juez ha tenido conocimiento de su contenido, se activa la segunda consecuencia práctica: la prohibición de valoración. En este escenario, el juez debe realizar un ejercicio consciente de exclusión mental. Es decir, aunque la prueba haya sido debatida durante el juicio, el juez no puede considerarla al momento de fundamentar su decisión sobre la prueba de los hechos del caso. Debe, metafóricamente, «ponerse una venda en los ojos» frente a esa prueba y fundamentar su decisión exclusivamente en las pruebas válidamente producidas.
Por supuesto, inmediatamente surge una crítica razonable: ¿somos realmente capaces, desde un punto de vista psicológico, de excluir mentalmente una prueba ya conocida? Aunque parezca ingenuo, la prohibición de valoración responde a una decisión ponderativa entre diversos valores en juego. Por un lado, está la protección efectiva de los derechos fundamentales vulnerados por la obtención ilegal de la prueba; por el otro, la inmediación, la economía procesal y la celeridad del proceso, que se verían profundamente afectadas si la única solución fuese anular todo el juicio o cambiar al juez.
Para controlar efectivamente que el juez cumpla esta prohibición de valoración, nuestro ordenamiento jurídico proporciona dos mecanismos clave: el primero es el deber de motivación exhaustiva. El juez tiene la obligación de justificar plenamente su decisión, permitiendo así verificar si ha utilizado la prueba susceptible de exclusión. El segundo mecanismo, incluso más poderoso, es la vía recursiva. Colombia cuenta con diversos mecanismos —apelación, impugnación especial, casación por errores de hecho y tutela por error fáctico— que permiten cuestionar una decisión cuando ha valorado una prueba ilícita.
Prohibición de utilización. Finalmente, la regla de exclusión opera también como una prohibición general de utilización. Dicho con otras palabras, la prueba ilícita pierde cualquier funcionalidad jurídica dentro del proceso. Esto significa que no puede servir como fundamento para imponer medidas cautelares, medidas de aseguramiento, motivar actos de investigación posteriores, refrescar memoria en interrogatorios, impugnar credibilidad de testigos, ni sustentar decisiones judiciales tales como la individualización de la pena o decisiones de jueces de ejecución de penas. En definitiva, la prueba excluida pierde toda eficacia jurídica.
En resumen, la regla de exclusión implica que la prueba no debe admitirse; si se admite indebidamente, no puede valorarse; y, en todo caso, carece de cualquier efecto o funcionalidad jurídica.
Por otra parte, quiero destacar brevemente cómo afecta la aplicación de esta regla al proceso mismo, haciendo una distinción conceptual entre validez procesal y validez probatoria.
Cuando hablamos de invalidez probatoria, nos referimos exclusivamente al elemento probatorio obtenido o producido con violación de normas superiores. La regla de exclusión únicamente afecta a esa prueba en particular, y no a la actuación procesal de la que hace parte. Por el contrario, la invalidez procesal implica la violación de reglas fundamentales que afectan la estructura o la integridad misma del proceso (garantías procesales), y su consecuencia es la nulidad procesal, es decir, retrotraer el procedimiento y repetir ciertos actos.
En este punto conviene aclarar una confusión habitual: la regla de exclusión, en principio, no genera nulidad procesal. Si se quiere emplear el término «nulidad», debe entenderse que es únicamente una nulidad de la prueba, no del proceso en su conjunto.
Para comprender mejor la distinción entre validez procesal y validez probatoria, conviene reflexionar sobre cómo opera la regla de exclusión como prohibición de valoración en instancias superiores (apelación, impugnación especial o casación). En estas situaciones, lo que hacen los jueces es valorar exclusivamente las pruebas válidas restantes. Si estas son suficientes para sostener la decisión (por ejemplo, mantener una condena penal), se confirma el fallo de instancia. Si no, se revoca la decisión, dictando una absolución o la decisión que corresponda. Nótese, sin embargo, que esto no implica anular ni retrotraer todo el proceso; únicamente se evalúa la decisión sobre la base de las pruebas válidamente admitidas y valoradas.