¿Para qué se prueba? Finalidad de la actividad probatoria
En este capítulo vamos a estudiar una pregunta importante, una pregunta clásica dentro del derecho probatorio. Se trata de una cuestión fundamental porque, con la respuesta que le demos, sentamos en gran medida los cimientos, las bases de la estructura —del armazón teórico–conceptual— del derecho probatorio. A partir de esta base conceptual se construye todo el estudio posterior. Me refiero a la pregunta por para qué se prueba, cuál es la finalidad de la actividad probatoria que justifica que gastemos tantos recursos, que despleguemos tanto esfuerzo y que prolonguemos en el tiempo la actuación procesal para poder desarrollar la actividad probatoria. Este será, entonces, el eje central sobre el cual orbitaremos en este capítulo.
Al ser un debate clásico, existe abundante literatura al respecto. Podría mencionar múltiples textos, artículos y conferencias, pero a mí particularmente me gustan tres libros para introducir este tema. El primero, que podría considerarse la obra base, es La prueba de los hechos de Michele Taruffo, especialmente su primer capítulo, titulado “Prueba y verdad en el proceso civil”. A esta obra fundamental del maestro italiano se suman dos textos que dialogan entre sí a manera de debate y que reflejan muy bien qué está en juego cuando pensamos en la finalidad de la prueba. Me refiero, por un lado, al libro del profesor Jairo Parra Quijano, La racionalidad e ideología en las pruebas de oficio, y, por el otro, a su contracara —su antítesis— publicada por el profesor Alvarado Velloso bajo el título Debido proceso versus pruebas de oficio. En estas tres obras se encuentra, en gran medida, lo que está en juego y lo que resulta más importante al cuestionarnos y debatir cuál es la finalidad de la actividad probatoria.
Si desean profundizar en esta temática, recomiendo especialmente estas tres obras.
Para efectos de este capítulo, considero que los distintos argumentos que suelen plantearse al responder esta pregunta pueden agruparse en tres grandes bloques: argumentos teóricos, argumentos ideológicos y argumentos prácticos.
En el primer bloque, el teórico, el análisis se centra en los conceptos de prueba, conocimiento y verdad. Aquí el objeto de estudio consiste en evaluar las relaciones entre prueba y verdad, lo que supone una aproximación conceptual y altamente teórica.
En el segundo bloque, el ideológico, la discusión es teleológica: se pregunta por la finalidad de la actividad probatoria y por las razones que, como sociedad, justifican que desarrollemos dicha actividad.
Finalmente, en el bloque práctico, se examinan los rasgos particulares del proceso judicial o administrativo que hacen que la actividad probatoria dentro del proceso tenga características propias y diferenciables de otros escenarios donde también se busca la verdad, como ocurre en la ciencia o en la historia, entendida esta última como disciplina.
Lo que intentaremos hacer a continuación es presentar toda esta información de manera organizada y ordenada, para exponer claramente las distintas posturas defendidas por diferentes profesores y profesoras. Y, finalmente, plantearemos una postura propia, resultado del desarrollo de esta temática en el marco de este libro.
6.1. Relaciones entre prueba y verdad
Iniciemos el desarrollo del bloque teórico–conceptual planteando una distinción básica: diferenciar entre la función de la prueba y sus finalidades. Me parece indiscutible —casi una obviedad, una verdad de Perogrullo— que la función prioritaria y principal de la prueba es la de llevar conocimiento al proceso; es decir, transmitir información. Desde un punto de vista estrictamente funcional e instrumental, la prueba es un transmisor de conocimiento, simple y llanamente: es un objeto que capta información de la realidad, la conserva y la transmite al proceso.
Claro está, cada medio de prueba tiene particularidades propias: un testimonio, en tanto declaración humana, funciona de manera distinta a un video captado por una cámara de seguridad, que constituye un documento audiovisual. Pero ambos comparten la misma función: captar, almacenar y transmitir información relevante dentro del proceso judicial.
Ahora bien, que acordemos cuál es la función de la prueba no nos dice todavía nada sobre su finalidad. La pregunta cambia: ¿para qué llevamos información al proceso judicial?, ¿qué objetivo perseguimos con ello?
Es aquí donde surge el tema de las relaciones entre prueba y verdad, un espacio de discusión del que se nutre, en buena medida, la respuesta a la gran pregunta sobre con qué finalidad se prueba.
Para comprender mejor el debate, conviene plantear dos posturas extremas —por supuesto, entre ellas existen matices y posiciones intermedias— que ayudan a clarificar qué está en discusión.
Por un lado se encuentran los realistas, quienes sostienen que la prueba sí puede generar verdad sobre lo acontecido. Para esta postura, si la actividad probatoria se desarrolla correctamente, el proceso puede alcanzar una verdad entendida como correspondencia: que la conclusión jurídica coincida con lo que efectivamente ocurrió en la realidad.
En el otro extremo están los escépticos, quienes afirman que, por razones intrínsecas y ontológicas del conocimiento humano —y de la prueba en particular—, la prueba no genera verdad, o que, incluso si llegara a generarla, el ser humano siempre tendría limitaciones para saber si dicha conclusión es realmente verdadera.
Así, los realistas entienden que la finalidad de la prueba es alcanzar la verdad de los hechos. Los escépticos, por su parte, al romper la conexión entre prueba y verdad, sostienen que la finalidad de la prueba no puede ser la verdad, sino otros fines: el convencimiento del juez, la creencia racional del decisor o, incluso, la fijación formal de los hechos que permiten aplicar el derecho. Bajo esta visión, se habla de una “verdad procesal” entendida no como correspondencia con la realidad, sino como el cumplimiento de estándares normativos que permiten considerar un hecho como probado.
Sobre este tema, mi posición es la siguiente: las pruebas solo pueden proporcionarnos conocimiento en grado de probabilidad sobre la realidad y sobre los hechos en discusión. Esto se debe tanto a limitaciones cognitivas de la prueba como a limitaciones inherentes al conocimiento humano y a la manera en que accedemos, interpretamos y comprendemos la realidad.
Bajo este entendido, no existe una relación necesaria-conceptual entre prueba y verdad. Si desean profundizar en estas razones filosóficas, recomiendo especialmente el primer capítulo del libro Los hechos en el Derecho, de la profesora Marina Gascón Abellán. La autora concluye que el derecho y el proceso deben asumir una postura de realismo epistemológico moderado: si bien no hay una relación necesaria entre prueba y verdad, el mejor camino que tenemos para alcanzar la verdad es la actividad probatoria, pues permite producir mucha y mejor información y someterla al tamiz de la razón y del análisis crítico.
En una línea similar, Daniel González Lagier sostiene que los abogados debemos asumir un realismo crítico: reconocer que la prueba es el mejor camino disponible, pero que no está exenta de problemas —percepciones, interpretaciones, sesgos, errores cognitivos— que exigen prudencia y rigor.
En consecuencia, considero que la finalidad de la prueba es alcanzar la verdad, hay una relación teleológica entre prueba y verdad. Con ello no desconozco las limitaciones epistemológicas; no afirmo que la prueba asegure la verdad, sino que constituye el mejor camino para aproximarnos a ella. Por tal razón desarrollamos actividad probatoria: porque aspiramos a que el proceso judicial alcance la verdad de los hechos.
Ahora bien, aún falta responder otra pregunta fundamental: ¿por qué la verdad nos resulta importante? Esa será la cuestión que abordaremos en el siguiente apartado.
6.2. Teleología de la actividad probatoria
Pasemos ahora al bloque teleológico, es decir, al análisis de las finalidades de la actividad probatoria. Lo que está en juego aquí es preguntarnos para qué queremos generar información dentro del proceso sobre los hechos del caso. Si seguimos la línea que entiende la verdad como finalidad de la prueba, la pregunta se vuelve aún más precisa: ¿por qué nos interesa que la decisión jurídica se adopte de cara a la verdad?, ¿qué justifica que la verdad ocupe un lugar central en el momento decisorio?
En este punto resulta inevitable citar las obras del profesor Michele Taruffo, quien insistía en que los esfuerzos de los juristas —tanto teóricos como prácticos— deben orientarse a la corrección de la decisión jurídica. Y claro, la idea de corrección abre la puerta a diversas discusiones, pero Taruffo sostiene que dicha corrección exige el cumplimiento de dos condiciones: i) la aplicación correcta de la norma jurídica (la llamada cuestión jurídica o cuestión normativa); ii) la fijación correcta de los hechos base sobre los cuales se va a aplicar el derecho (la cuestión fáctica).
La tesis de Taruffo es clara: la corrección de la decisión exige que los hechos sobre los que se aplicará el derecho sean correctos, y esa corrección se relaciona directamente con la idea de verdad. Los hechos correctos son, en últimas, los hechos verdaderos. Dicho de otro modo —y expresándolo en negativo—, siempre que se aplique el derecho sobre hechos que no ocurrieron, la decisión será incorrecta, porque se estará aplicando el derecho de manera indebida.
Esta lógica, depurada de cualquier aproximación moralista y fundada más bien en el adecuado funcionamiento del sistema jurídico, permite concluir que la finalidad de la prueba es alcanzar la verdad, precisamente porque la verdad se convierte en un presupuesto necesario de la decisión jurídica correcta. Sin verdad, la decisión estará inevitablemente equivocada.
Esta línea de pensamiento me resulta convincente. Nos invita a construir un sistema probatorio orientado a producir conocimiento de calidad, porque ello nos permite acercarnos, en la mayor medida posible dentro de nuestras limitaciones humanas, a la verdad. Y al hacerlo, contribuimos a la aplicación correcta del derecho.
Conviene recordar aquí una idea que el profesor Jordi Ferrer suele enfatizar: si nos preguntamos cuál es la finalidad de la creación de normas jurídicas abstractas, la respuesta es que buscan condicionar el comportamiento humano, servir como razones para actuar o abstenerse de actuar. Un poco, siguiendo la lógica kantiana, podrían entenderse como imperativos hipotéticos que orientan nuestras conductas. Pero no basta con crear normas: es necesario que la ciudadanía observe que el derecho se aplica correctamente, que se aplica cuando los hechos ocurren y que no se aplica cuando los hechos no ocurren.
De lo contrario, la consecuencia será una pérdida de legitimidad del sistema jurídico y un fuerte desincentivo al cumplimiento normativo. La incorrecta aplicación del derecho —producto de una fijación defectuosa de los hechos— erosiona la confianza ciudadana y afecta su fuerza de orientación social.
Por eso insisto: esta línea de pensamiento me parece la adecuada. La prueba tiene como finalidad alcanzar la verdad porque la verdad es un presupuesto de la corrección de la decisión jurídica, y con ello fortalecemos la función social del derecho como mecanismo de orientación y regulación del comportamiento humano, contribuyendo a valores fundamentales como la paz, la convivencia y la justicia.
Ahora bien, la otra posición dentro de este debate está asociada a la tesis según la cual la prueba no alcanza la verdad. El razonamiento inicial es sencillo: si la prueba no permite llegar a la verdad, entonces carecería de sentido invertir esfuerzos, energías y recursos en perseguir algo imposible. Sin embargo, esta posición puede sostenerse incluso sin adoptar el presupuesto epistemológico radical de que la verdad es inalcanzable. Lo que se plantea de fondo es que la verdad no sería necesaria ni indispensable para el correcto funcionamiento del proceso, para la legitimidad de la decisión jurídica y para que el derecho, como institución social, cumpla sus funciones.
Según esta visión, la verdad podría ser deseable, pero no esencial. Lo verdaderamente importante —y aquí aparece el concepto central— es la seguridad jurídica y la legitimación de las instituciones normativas. Lo que se busca con todo el armazón institucional del proceso (prueba, audiencias, sentencias, policía judicial, agencias estatales) es que la ciudadanía perciba orden, cohesión, estabilidad y previsibilidad. Desde esta perspectiva, la verdad no sería el elemento decisivo en la producción de legitimidad social.
En cambio, lo decisivo serían los símbolos y las formas del derecho: el ritual del proceso, la solemnidad de la audiencia, la toga, el estrado, el mazo del juez, la escenografía institucional, así como las garantías procesales —debido proceso, publicidad, contradicción, inmediación, motivación— y la posibilidad de que las personas conozcan y sigan con claridad lo que ocurre en el proceso. Bajo esta lógica, lo simbólico y lo formal son los elementos que generan confianza ciudadana, que sostienen la autoridad de las decisiones y que permiten la estabilidad del orden jurídico. La verdad, entonces, pasaría a ocupar un papel contingente y no estructural.
¿Cuál es mi posición frente a esta postura que podríamos llamar de legitimación simbólica del derecho? En primer lugar, no me atrevo a calificarla como incorrecta. Estoy convencido de que los símbolos y las formas cumplen un papel profundamente relevante en el funcionamiento del derecho. Producen mensajes claros a la ciudadanía, generan confianza, proyectan imparcialidad y permiten que la sociedad perciba la existencia de un entramado institucional estable. Las garantías procesales, por su parte, no solo protegen derechos individuales, sino que constituyen un marco de actuación que la ciudadanía observa y valora, y a partir del cual se construye respeto institucional.
Sin embargo, mi desacuerdo surge cuando, a partir de esta relevancia, se concluye que la verdad puede quedar relegada a un segundo plano. Considero que esa conclusión es equivocada y además riesgosa por dos razones. Primero, porque una decisión jurídica cuya base fáctica no corresponde a la realidad es, en esencia, una decisión incorrecta, por más impecables que hayan sido las formas procesales. Segundo, porque la legitimidad del derecho también se sustenta en la corrección material de las decisiones; una sentencia perfectamente ritualizada pero sustentada en hechos equivocados erosiona, a la larga, la credibilidad del sistema.
Por estas razones, no creo que debamos escoger entre símbolos, garantías procesales o verdad. Considero, en cambio, que los tres elementos son indispensables y que el diseño de un sistema procesal debe orientarse a optimizar simultáneamente la fuerza simbólica, la protección de garantías y la búsqueda de la verdad. En la práctica, por supuesto, pueden aparecer tensiones entre estos valores. Basta pensar en el caso de un policía que obtiene un elemento de conocimiento vulnerando un derecho fundamental: allí la producción de información relevante para la verdad entra en conflicto con la protección de garantías. Cuando esto ocurra, lo adecuado es resolver la tensión caso por caso, ponderando las circunstancias particulares.
Pero en abstracto, sigo convencido de que ni los símbolos ni las garantías procesales bastan para relegar la verdad a un papel secundario. La verdad sigue siendo un componente estructural de la corrección de la decisión jurídica. Y si la decisión correcta es el objetivo del proceso —como sostienen Taruffo—, entonces la verdad mantiene un lugar central dentro de la finalidad de la actividad probatoria.
6.3. Rasgos particulares de la actividad probatoria en el Derecho
Pasemos ahora a analizar el bloque relacionado con los rasgos particulares que caracterizan la actividad probatoria en el mundo del derecho y del proceso judicial. Aquí algunos autores sostienen que, aunque teóricamente es posible defender que la prueba puede alcanzar la verdad y que, en consecuencia, esa debería ser su finalidad prioritaria —en la medida en que la verdad es un presupuesto de la corrección de la decisión jurídica—, incluso aceptando estas tesis, el diseño mismo del proceso judicial impediría aspirar seriamente a la verdad. Según esta postura, resultaría ingenuo esperar que el proceso alcance esa meta, pues sus rasgos definitorios la vuelven prácticamente inalcanzable.
Esta visión, que tiene cierto aire de pesimismo o desencanto, se fundamenta en varias características del proceso. Podemos agruparlas para explicar de manera más ordenada cómo funcionan estos límites.
En primer lugar, aparecen las limitaciones de índole temporal. Es indudable que todo proceso tiene un inicio y un fin, y que los códigos procesales establecen momentos específicos en los que debe cerrarse el debate probatorio. Llega un punto en el que ya no es posible seguir investigando ni seguir produciendo prueba: el expediente se cierra para garantizar certeza y estabilidad. Este límite temporal, que es estrictamente normativo, impide incorporar nueva información incluso si pudiera acercarnos más a la verdad.
En segundo lugar, encontramos la institución de la cosa juzgada, que implica una fijación formal —y definitiva— de los hechos y del derecho aplicable. A diferencia de lo que ocurre en la ciencia, donde el conocimiento es revisado y corregido constantemente, en el proceso judicial llega un momento en el que la discusión queda cerrada y se declara jurídicamente que los hechos fueron de determinada manera. La cosa juzgada opera como una suerte de “verdad jurídica” que ya no puede revisarse, salvo excepciones extremadamente restrictivas. Este rasgo hace que el proceso funcione sobre verdades estabilizadas, no necesariamente sobre verdades históricas.
Finalmente, aparece un tercer grupo de características asociadas a las garantías procesales, cuyo fundamento no es epistemológico sino normativo. Pienso, por ejemplo, en la regla de exclusión de la prueba ilícita: una prueba que aporta información valiosa sobre los hechos puede ser excluida porque se obtuvo vulnerando derechos fundamentales. Esto limita la producción de conocimiento no por falta de valor epistémico, sino por razones constitucionales.
Algo similar ocurre con otras garantías, como la inmediación o la contradicción: exigen condiciones específicas para la validez de la prueba que, en ocasiones, sacrificial información relevante. Incluso ciertas reglas clásicas del derecho probatorio tienen un carácter abiertamente contraepistémico. Pensemos, por ejemplo, en la previsión según la cual los cónyuges o ciertos familiares cercanos pueden abstenerse de declarar. Aunque socialmente pueda saberse que poseen información crucial sobre los hechos, la ley permite que no testifiquen, precisamente para proteger otras dimensiones éticas o relacionales que el derecho considera valiosas.
Todas estas reglas —los límites temporales, la cosa juzgada y las garantías procesales con fundamento normativo y no epistémico— conforman un aparato propio del mundo jurídico que no se encuentra en otros escenarios de producción de conocimiento, como la ciencia o la investigación histórica. De ahí que algunos autores concluyan, con cierto desencanto, que el proceso judicial no puede aspirar verdaderamente a la verdad, pues su estructura interna y sus finalidades normativas inevitablemente la distancian de ella.
Quienes asumen esta línea de pensamiento terminan concluyendo que la prueba, dentro del proceso, no tiene como finalidad alcanzar la verdad, ya que las propias reglas del sistema lo impedirían. Según esta postura, la función de la prueba sería únicamente fijar formalmente los hechos sobre los cuales se aplicará el derecho, sin pretensión de verdad, sino con el objetivo más modesto de construir una base fáctica operativa. En algunos casos, incluso, esta base se justificaría por la “convicción” o “creencia” del juzgador dentro de los límites normativos previamente establecidos.
Ahora bien, aunque esta posición contiene elementos valiosos, también plantea ciertas alertas. Su talón de Aquiles, a mi modo de ver, es que incurre en una falacia non sequitur: parte de premisas verdaderas —la existencia de limitaciones reales en la producción de conocimiento dentro del proceso— pero concluye, de manera exagerada, que debemos renunciar por completo a cualquier pretensión de verdad. Que el proceso imponga límites no significa que la verdad deje de ser su finalidad.
Es importante explicar por qué considero que esta conclusión no se sigue lógicamente. Es cierto que el proceso impone límites: restricciones temporales, reglas de cierre del debate, cosa juzgada y garantías procesales que pueden excluir prueba epistémicamente valiosa. Todo esto es indiscutible. Pero de estas limitaciones no se deriva necesariamente que debamos abandonar la aspiración a la verdad. Sería una exageración —cuando no un salto lógico injustificado— asumir que las restricciones normativas deben llevarnos a renunciar por completo a dicho ideal.
Además, si miramos con detenimiento otros escenarios de producción de conocimiento, como la ciencia o la investigación histórica, encontramos que ellos también operan bajo limitaciones normativas, éticas y metodológicas. En el ámbito científico, por ejemplo, hoy existen fuertes restricciones para experimentar con animales o seres humanos, aunque tales experimentos pudieran ser —hipotéticamente— el camino más directo para obtener conocimiento. También hay áreas completas cuya investigación está éticamente prohibida, como proyectos de eugenesia o manipulación genética extrema. Estas prohibiciones limitan la producción de conocimiento, pero nadie sostiene por ello que la ciencia deba renunciar a la verdad.
Lo mismo ocurre en la historia: hay información que no puede obtenerse sin vulnerar derechos, hay archivos protegidos y hay eventos respecto de los cuales nunca podremos tener certeza plena. Pese a ello, la finalidad de la investigación histórica sigue siendo formular afirmaciones verdaderas —o al menos altamente justificadas— sobre el pasado.
Incluso la supuesta diferencia radical que existiría entre la cosa juzgada y las conclusiones científicas merece matices. Es cierto que la cosa juzgada fija de manera más rígida los resultados; sin embargo, el derecho también prevé mecanismos excepcionales de corrección, como la acción de revisión, que permiten reabrir el debate cuando aparece nueva evidencia. Y, en sentido inverso, la ciencia también “cierra” provisionalmente conclusiones que luego sirven de base para decisiones públicas, políticas sociales y acciones colectivas, que solo cambiarán cuando surjan nuevos datos.
Por estas razones, aunque las limitaciones del proceso son reales y profundas, no justifican renunciar a la pretensión de verdad. Más bien, nos invitan a reflexionar sobre el alcance de dichas limitaciones y sobre la necesidad de justificar cada restricción mediante valores o bienes jurídicos que sean, al menos, tan importantes como la búsqueda epistémica. Si la verdad es un ideal que orienta la decisión jurídica correcta, entonces cualquier limitación a su búsqueda debe estar sólidamente fundada.
En definitiva, estas restricciones no eliminan la finalidad de la prueba, sino que nos obligan a formular una pretensión de verdad compatible con los rasgos característicos del proceso, a evaluar críticamente las razones que justifican cada límite y a mantener como horizonte la idea —razonable y modulada— de que la prueba debe acercarnos lo más posible a la verdad dentro del marco del derecho.
