
¿QUIÉN PRUEBA? CARGAS DE LA PRUEBA
En este capítulo vamos a abordar uno de los temas más recurrentes y universales del derecho probatorio, sobre el cual los abogados hemos escrito y discutido abundantemente, aunque aún queden aspectos por precisar. Me refiero al famoso tema de la carga de la prueba, que suele percibirse como complejo. Como sostiene Damaška: “La carga de la prueba parece ser el candidato particularmente más adecuado para conseguir el estatus de institución probatoria universal: (…) durante largos siglos, se ha invocado habitualmente en el discurso jurídicos de todos los países occidentales”.
Mi objetivo en este capítulo será explicarlo de la manera más sencilla posible, pero sin sacrificar profundidad, ya que sus implicaciones son trascendentales para el ejercicio de la actividad probatoria.
Justificación de la carga de la prueba.
Para empezar, considero importante explicar brevemente la justificación histórica de esta figura. Existe un consenso generalizado en situar su origen en el Derecho romano. Desde aquellos tiempos remotos, se reconoció que, en ocasiones, pese a que las partes desplegaran una intensa actividad probatoria para demostrar los hechos discutidos en el proceso, el juez, al llegar al momento crucial de emitir sentencia, puede enfrentar a la siguiente situación: no hay prueba suficiente sobre la prueba de los hechos. En otras palabras, aún persiste incertidumbre sobre la ocurrencia de los hechos tema de prueba en el proceso.
La pregunta clave que justifica el nacimiento de la figura de la carga de la prueba es precisamente esta: ¿cómo resolvemos un caso cuando la actividad probatoria fracasa, cuando no hay prueba de los hechos jurídicamente relevantes? Esa incertidumbre sobre los hechos representa, en términos prácticos, una auténtica laguna probatoria. Los abogados estamos acostumbrados a lidiar con lagunas normativas; por ejemplo, cuando falta una regla específica en el ordenamiento jurídico, la teoría del derecho o la filosofía jurídica ofrecen herramientas para resolverla. Pero en nuestro caso, nos enfrentamos a una laguna distinta: una laguna en materia probatoria al momento de emitir la decisión.
La historia del derecho nos enseña que, en algún momento, esta laguna probatoria podía solucionarse mediante lo que se denominaba un fallo non liquet (en latín), expresión que traducida libremente al castellano significa un fallo «no claro». La característica central del fallo non liquet era que no hacía tránsito a cosa juzgada, permitiendo así a las partes, especialmente al demandante que había ejercido el derecho de acción, volver a presentar el caso ante otro juez para intentar nuevamente probar los hechos relevantes del proceso.
El fallo non liquet era, en esencia, un acto de honestidad intelectual del juez, mediante el cual este reconocía no poder resolver el asunto debido a la ausencia de pruebas que le permitieran superar la incertidumbre sobre los hechos discutidos.
Si bien esta forma de resolver la laguna probatoria podía considerarse honesta desde un punto de vista intelectual, generaba un grave problema práctico: la afectación a la seguridad jurídica. Los conflictos permanecían abiertos en el tiempo, generando incertidumbre permanente entre las partes involucradas, con el riesgo adicional de generar conflictos sociales mayores. Por esta razón, las sociedades modernas llegaron a la conclusión de que admitir hoy en día fallos non liquet lesionaría gravemente la seguridad jurídica y, en últimas, la paz social, al mantener conflictos jurídicos sin solución definitiva.
Por consiguiente, desde hace ya muchos años, el fallo non liquet está proscrito en nuestro sistema jurídico. Su prohibición dio lugar, necesariamente, a su antónimo jurídico: el deber que tiene el juez o magistrado de emitir siempre una decisión de fondo, con efectos de cosa juzgada, incluso en aquellos casos en los que exista incertidumbre sobre la prueba de los hechos relevantes. Es decir, aun ante la ausencia o insuficiencia de pruebas, nuestro sistema judicial exige al juzgador emitir una decisión definitiva que resuelva el conflicto.


Ahora bien, si imponemos este deber al juzgador, es indispensable indicarle, de manera abstracta y objetiva, cómo debe resolver estos casos en los que hay ausencia de prueba suficiente. El principio de legalidad exige que las decisiones judiciales se fundamenten en criterios objetivos y preestablecidos, y no en apreciaciones subjetivas o arbitrarias del juez.
Es en este contexto en el que surge la conocida expresión latina: «Onus probandi incumbit actori», que significa literalmente «la carga de la prueba corresponde a quien afirma un hecho». Este latinismo es el núcleo conceptual que da fundamento a la figura de la carga probatoria.
En definitiva, y para resumir este apartado inicial, podemos afirmar con claridad que las cargas de la prueba surgieron históricamente con el propósito fundamental de resolver cómo decidir un caso judicial ante la falta o insuficiencia de pruebas. Este es, pues, el fundamento histórico y lógico que justifica la existencia y necesidad del concepto de carga probatoria en los sistemas jurídicos modernos.
Elementos de la carga de la prueba
Desde su creación, las cargas de la prueba han generado gran interés en los juristas y han sido objeto de numerosos estudios alrededor del mundo. Es posible encontrar una vasta literatura en distintos idiomas, con diversas traducciones que han permitido su difusión a nivel global. Particularmente en Latinoamérica, hay dos libros que han ejercido una notable influencia sobre la comprensión de este tema: uno del italiano Juan Antonio Micheli y otro del alemán Leo Rosenberg.
Estos dos grandes autores del siglo XX se dedicaron intensamente a analizar y repensar el funcionamiento y las implicaciones de las cargas probatorias. En su estudio detallado, advirtieron algo muy importante: aunque inicialmente esta figura estaba diseñada para resolver problemas de incertidumbre en el momento de dictar sentencia, en realidad su aplicación tenía repercusiones mucho más amplias. Es decir, se dieron cuenta de que las cargas de la prueba generaban efectos no solo al final del proceso, en la decisión judicial, sino también durante todo el desarrollo del mismo e incluso antes de iniciarse formalmente.
Hoy en día, por tanto, la carga probatoria no es únicamente un problema que concierne a la decisión final del juez. Al contrario, afecta considerablemente el comportamiento de las partes a lo largo del proceso y produce consecuencias incluso antes de la presentación formal del litigio. Para explicar con mayor claridad estos efectos, Micheli y Rosenberg propusieron una división analítica de la carga probatoria en dos grandes dimensiones o elementos. Ellos explican esta división con una metáfora sencilla: la carga de la prueba es como una moneda con dos caras. Ambas caras pertenecen a la misma moneda, pero presentan enfoques distintos y complementarios.
De esta manera, los dos elementos que componen la carga de la prueba son la regla de conducta para las partes, también conocida como carga subjetiva o carga formal, y la regla de juicio para el juez, que igualmente recibe los nombres de regla de decisión, carga objetiva o carga material.
Antes de continuar, por honestidad lingüística, es importante mencionar que estas dos dimensiones han sido identificadas en la doctrina jurídica con diferentes términos. En el siglo XX, por ejemplo, fue común el uso de los términos «carga subjetiva» o «carga formal» para referirse a la regla de conducta, y de los términos «carga objetiva» o «carga material» para la regla de juicio. Personalmente prefiero utilizar las expresiones «regla de conducta» y «regla de juicio», porque considero que son términos más gráficos y permiten comprender con mayor precisión lo que realmente hace cada una de estas facetas de la carga probatoria.
En adelante, entonces, usaré exclusivamente las expresiones «regla de conducta» y «regla de juicio», no solo por razones prácticas sino también porque ayudan a describir mejor los efectos y las implicaciones concretas de la carga de la prueba en el ámbito jurídico.
Regla de conducta para las partes
La regla de conducta es, fundamentalmente, una regla de comportamiento dirigida a las partes involucradas en un proceso judicial. Antes de profundizar en su contenido jurídico, vale la pena hacer un breve paréntesis sobre algunos aportes de la psicología cognitiva. Esta disciplina se ha preguntado reiteradamente qué impulsa a los seres humanos a tomar decisiones o realizar ciertos actos, llegando a una respuesta sencilla pero contundente: los incentivos. Por regla general, los seres humanos actuamos motivados por el deseo de alcanzar objetivos que nos proporcionan bienestar o satisfacción.
Trasladando este concepto al ámbito procesal, la regla de conducta establece, precisamente, las condiciones necesarias para que una parte satisfaga sus intereses o alcance sus objetivos dentro del litigio. Ya sea que se trate de lograr que se estime una pretensión o que se acepte una excepción, esta regla funciona como un incentivo claro. Dicho en términos prácticos y simples, la regla de conducta señala con precisión cuáles hechos específicos deben quedar demostrados durante el juicio para obtener una decisión favorable.
Veámoslo con un ejemplo: si una parte desea ganar un caso sobre responsabilidad médica contractual, la regla de conducta indicará exactamente qué hechos concretos deben ser probados para lograr su objetivo procesal. Por lo tanto, la parte interesada, impulsada por el incentivo de ganar, ajustará su comportamiento y sus estrategias procesales para conseguir ese objetivo, desplegando todas las actividades probatorias necesarias.
En consecuencia, podemos afirmar que la regla de conducta sirve como una guía esencial para que los abogados diseñen y orienten sus estrategias probatorias. Esto resulta especialmente relevante, ya que difícilmente se podría construir una estrategia procesal adecuada sin conocer claramente las condiciones que deben cumplirse para alcanzar el éxito judicial. En este sentido, la regla de conducta garantiza lo mínimo exigible en términos de seguridad jurídica, pues permite a las partes saber anticipadamente qué deben hacer desde el punto de vista probatorio para lograr una sentencia favorable.
Finalmente, surge una pregunta muy importante: ¿quién establece o de dónde proviene esta regla de conducta? Por regla general, especialmente en sistemas tradicionales como el colombiano, no es el juez quien fija la regla de conducta, sino que proviene directamente de la ley o, más precisamente, de las normas abstractas que componen el ordenamiento jurídico. Es justamente el ordenamiento jurídico el encargado de determinar las condiciones para la aplicación del derecho y, por ende, es el que orienta qué hechos deben ser acreditados en el proceso.
Por ejemplo, cuando un fiscal pretende obtener una condena por el delito de acoso sexual, será el Código Penal, tanto en su parte general como en la parte especial, el que establezca cuáles son las condiciones que deben cumplirse para imponer dicha condena. El fiscal, entonces, tendrá la obligación procesal y estratégica de probar los hechos concretos que configuren esas condiciones. Algo similar ocurre en el ámbito civil: si un abogado busca demostrar la prescripción adquisitiva de dominio, deberá identificar primero en el Código Civil las condiciones necesarias para que una persona pueda adquirir la propiedad por el paso del tiempo, y posteriormente tendrá que esforzarse en acreditar judicialmente cada uno de los hechos específicos que satisfagan esas condiciones normativas.


Regla de juicio o de decisión para el juez
La regla de juicio o de decisión es una pauta dirigida directamente al juez en el momento de emitir su decisión sobre los hechos del caso. Por antonomasia, esta regla opera especialmente en la sentencia, aunque no exclusivamente, pues también puede aplicarse en algunos autos en los que el juzgador debe resolver cuestiones sobre la prueba de ciertos hechos. Pero concentrémonos principalmente en el momento de la sentencia.
Cuando el juez llega a la conclusión de que no hay prueba suficiente sobre los hechos jurídicamente relevantes, debe acudir necesariamente a la regla de juicio derivada de la carga de la prueba para poder emitir una decisión que haga tránsito a cosa juzgada. Esto, por cuanto concluir que un enunciado fáctico no ha quedado probado no es lo mismo que decir que es falso. Por lo tanto, el fracaso de la actividad probatoria no significa por sí mismo la pérdida del caso para alguna de las partes en disputa; para tomar la decisión acerca de quién asume las consecuencias desfavorables de esta situación se requiere un argumento adicional. Es aquí donde sale a relucir la necesidad de la regla de juicio.
Para que esta regla pueda aplicarse válidamente, es imprescindible que se cumplan dos condiciones específicas.
La primera condición es la subsidiariedad. Esto significa que antes de aplicar la regla de juicio, el juez está obligado a realizar una valoración probatoria de las pruebas que se hayan producido en el caso. En otras palabras, la regla de juicio no se aplica de manera directa o automática en todos los casos, sino que el juez primero debe esforzarse en valorar cuidadosamente todo el material probatorio disponible.
La segunda condición es objetiva. Esta implica que la regla de juicio sólo puede aplicarse después de que el juez, tras haber valorado toda la prueba presentada, concluya que no existe prueba suficiente de los hechos relevantes del caso, o lo que es lo mismo, de los hechos que constituyen tema de prueba. Es importante aclarar algo aquí: en la práctica, los jueces suelen usar distintas expresiones para indicar que un hecho no quedó debidamente probado. Por ejemplo, pueden decir: «tengo dudas», «hay incertidumbre», «no existen pruebas suficientes», o «las pruebas son escasas». Más allá de estas diferentes expresiones, lo esencial es que el juez no dará por probado el hecho en cuestión y, por ende, deberá recurrir a la regla de juicio para poder tomar una decisión definitiva.
Ahora bien, cabe preguntarse qué sucede en sentido contrario: ¿qué ocurre cuando el juez sí da por probados ciertos hechos jurídicamente relevantes? Cuando esto sucede, es importante tener en cuenta que, a nivel intelectual, la conclusión sobre la prueba de los hechos no es suficiente para resolver el caso. Una vez que el juez establece que los hechos se encuentran probados, debe realizar un segundo paso crucial: la calificación normativa. Este paso implica valorar si los hechos probados se ajustan o no al supuesto normativo contenido en la norma jurídica que fundamenta la pretensión o la excepción invocada por las partes.
En consecuencia, dar por probados los hechos no significa automáticamente que se vaya a estimar la pretensión o aceptar la excepción. Todavía resta una valoración adicional —esta vez normativa y no probatoria— que determinará finalmente el resultado del caso. Esta calificación normativa exige al juez sólidos conocimientos de derecho sustantivo (penal, civil, laboral, etc.) y escapa en principio al ámbito de la prueba.
En definitiva, si el juez concluye que los hechos están probados, deberá pasar al terreno de la calificación normativa. Por el contrario, si determina que los hechos no están probados, entonces tendrá que resolver la incertidumbre mediante la regla de juicio derivada de la carga de la prueba.
Es importante resaltar que la regla de juicio es útil en toda decisión judicial que implique pronunciarse sobre la existencia o no de ciertos hechos. Naturalmente, su importancia y utilidad se ponen particularmente en evidencia cuando el juez concluye que algún hecho relevante no ha quedado demostrado. Precisamente allí surge la necesidad imperiosa de aplicar esta regla para decidir el caso.
Esta utilidad de la regla de juicio no se limita únicamente a las sentencias. También es crucial, por ejemplo, cuando los jueces resuelven sobre la imposición de medidas cautelares, incluyendo las medidas de aseguramiento en materia penal que afectan directamente la libertad de las personas. En tales escenarios, los jueces deben decidir igualmente si los hechos que sustentan la petición están suficientemente probados. Ahora bien, aunque la regla de juicio es aplicable tanto a las sentencias como a las medidas cautelares, hay que señalar una importante diferencia práctica: las condiciones o requisitos para dar por probado un hecho en las medidas cautelares son generalmente menos exigentes que en la sentencia definitiva. Este aspecto será analizado en detalle cuando abordemos la valoración probatoria, pero por ahora basta con tenerlo presente.
En cualquier caso, si al analizar una petición de medida cautelar el juez considera que no existen pruebas suficientes, deberá acudir necesariamente a la regla de juicio para negar la petición. ¿Por qué esto es así? Porque decir que no hay pruebas no implica automáticamente afirmar que el hecho es falso; simplemente, implica que no se ha logrado demostrar su existencia con suficiencia. Como no hay una conexión lógica directa entre la ausencia o insuficiencia probatoria y la falsedad del hecho, el juez necesita acudir a la regla de juicio para poder tomar una decisión clara y jurídicamente fundada.
Por ello, es esencial recordar que afirmar que algo no está probado no es sinónimo de afirmar que es falso. Ante la falta de elementos que permitan declarar la falsedad de un hecho, el juez tiene que recurrir a la regla de juicio como herramienta jurídica que le permite resolver con objetividad, respetando la seguridad jurídica y evitando decisiones arbitrarias o infundadas.
Principio de adquisición procesal
Ahora quiero que profundicemos en un principio importante, porque tiene una influencia directa en el funcionamiento tanto de la regla de conducta como de la regla de juicio. Además, nos permite entender mejor la dinámica del fenómeno probatorio en el proceso. Me refiero al principio de adquisición procesal, que en Colombia también conocemos como principio de comunidad de la prueba. Me interesa que conozcan ambos términos, porque en nuestro país se utilizan indistintamente.
Este principio se atribuye al profesor Giuseppe Chiovenda, quien fue el primero en formularlo con claridad. El principio tiene esencialmente dos consecuencias prácticas importantes: la primera es la que llamaremos pérdida de disponibilidad de la prueba, y la segunda, que denominaremos valoración racional independiente del origen de la prueba. Veamos cada una a continuación.
La primera consecuencia, la pérdida de disponibilidad, nos invita a reflexionar sobre una pregunta clave: ¿a quién pertenece la prueba, a las partes o al juez? El maestro Jairo Parra utiliza un símil que me gusta mucho: él afirma que inicialmente la prueba pertenece a las partes, porque son ellas quienes la solicitan, la aportan y la obtienen. Sin embargo, existe un momento en el proceso en el que la prueba deja de pertenecer a las partes y pasa a ser del proceso mismo, se vuelve pública, pierde su naturaleza privada, la prueba es expropiada a la parte y pasa a hacer del proceso.
¿Qué implicaciones tiene que la prueba pase de ser privada a ser pública y con ello se pierda su disponibilidad? Significa, sencillamente, que durante un periodo inicial del proceso la parte puede desistir de la petición probatoria, aunque la haya presentado e, incluso, en algunos casos, aunque se haya decretado su práctica. Sin embargo, luego de que se active el principio de adquisición procesal, ya no lo puede hacer.
Aquí aparece una cuestión clave: ¿a partir de qué momento ocurre esta pérdida de disponibilidad? Lo que se ha establecido en la teoría general de la prueba es que la pérdida ocurre cuando el juez toma contacto directo con el contenido o la información que ofrece esa prueba.
Veamos algunos ejemplos concretos. Si una parte ha solicitado escuchar un testimonio en audiencia, mientras el testigo no declare, puede renunciar a él sin ningún inconveniente. Pero una vez que el testigo llega a la audiencia y empieza a declarar, el abogado ya no puede desistir. El juez, en ese instante, adquiere el contenido de la declaración como elemento del proceso, y por lo tanto, la parte pierde la posibilidad de disponer libremente de ella.


Algo similar ocurre con la exhibición de documentos. Imaginemos que una parte solicita al juez que la Universidad Libre remita el récord de calificaciones docentes de la profesora Debora Guerra. Si el documento no ha llegado todavía al expediente, esa parte puede desistir. Pero una vez llega el documento y se incorpora formalmente al proceso, se pierde la disponibilidad sobre él. Aunque la parte ya no quiera esa información, tendrá que lidiar con esa prueba durante todo el proceso, incluso si ésta termina perjudicando su propia estrategia.
La segunda consecuencia del principio de adquisición procesal, que denominamos valoración racional independiente del origen de la prueba, implica que la prueba debe valorarse conforme a los criterios de la razón, sin que importe quién la haya aportado al proceso.
Normalmente pensamos que las pruebas son aportadas por el demandante o por el demandado. Sin embargo, existen sistemas procesales que permiten también al juez aportar prueba de oficio, e incluso hay ocasiones en las que terceras personas, como los testigos, pueden aportar pruebas directamente en sus declaraciones. El principio indica que el juez, al momento de valorar, no debe hacer distinciones o valoraciones diferenciadas en razón al origen de la prueba.
Esto significa, en términos prácticos, que perfectamente puede suceder —y de hecho sucede— que una persona sea condenada en un juicio penal basándose en pruebas aportadas por su propia defensa. Lo mismo ocurre en asuntos civiles o laborales: una prueba solicitada por el demandado podría terminar siendo decisiva para demostrar los hechos alegados por el demandante y, por tanto, servir como fundamento para estimar la pretensión en su contra.
En definitiva, esta segunda consecuencia establece que, una vez que la prueba ha ingresado al proceso, su valoración debe ser objetiva y racional, sin que el juez tenga en cuenta quién fue la persona que la presentó. Esto contribuye a mantener la imparcialidad y objetividad en la toma de decisiones judiciales. De este modo, la prueba pasa a pertenecer exclusivamente al proceso, por encima de los intereses particulares de cualquiera de las partes.
Reflexión sobre las implicaciones del principio de adquisición procesal en el funcionamiento de las cargas de las prueba
A partir del principio de adquisición procesal, me gustaría que reflexionemos sobre una expresión que se utiliza frecuentemente en la práctica judicial, especialmente en los alegatos de conclusión y en la sentencia. Es habitual escuchar frases como «la fiscalía cumplió su carga probatoria», «el demandante satisfizo su carga probatoria», «la defensa no cumplió con su carga de la prueba», o «el demandado acreditó su carga probatoria». Este tipo de afirmaciones, aunque comunes, pueden llevar a confusiones importantes.
¿Por qué afirmo esto? Porque la prueba de los hechos, especialmente al momento de la sentencia, puede basarse indistintamente en todas y cada una de las pruebas producidas durante el proceso, sin importar quién las aportó. En otras palabras, atribuir el cumplimiento de la carga probatoria a una parte específica podría resultar técnicamente impreciso, dado que el juez no está limitado a considerar únicamente las pruebas que presentó una parte, sino que debe valorar toda la evidencia disponible.
En efecto, supongamos que en un proceso judicial se producen diez pruebas en total. De estas diez, cinco fueron aportadas por el demandante, tres por el demandado, y dos fueron decretadas de oficio por el juez. Cuando llega el momento de emitir la sentencia, ¿qué sucede si el juez, al valorar la prueba, concluye que los hechos se encuentran suficientemente probados, principalmente con base en las dos pruebas aportadas de oficio y las tres que presentó el demandado? ¿Sería correcto decir entonces que el demandante cumplió con su carga probatoria? Evidentemente no, ya que las pruebas que sirvieron para tener por probados los hechos no las aportó él, sino que vinieron del propio juez y de la contraparte.
En este sentido, varios autores han señalado con precisión que la cuestión sobre quién cumplió o no con la carga de la prueba solo adquiere relevancia cuando el juez determina que no hay prueba suficiente sobre los hechos del caso. Solo en este momento es pertinente y necesario preguntarse quién tenía la carga probatoria o, dicho de otro modo, quién debe asumir las consecuencias negativas derivadas de la ausencia o insuficiencia de prueba.


Así las cosas, podemos concluir que la expresión «cumplir la carga probatoria» resulta realmente apropiada únicamente cuando el juez enfrenta una situación de incertidumbre probatoria. Es decir, solo cobra sentido práctico cuando el juzgador debe decidir cómo resolver una cuestión sobre la cual no existen suficientes elementos probatorios. En cambio, al momento mismo de valorar la prueba, no tiene sentido lógico ni procesal preguntarse cuál de las partes cumplió o dejó de cumplir con su carga, pues en realidad el juez debe tomar su decisión con base en todas las pruebas debidamente adquiridas en el proceso, indistintamente de quién haya sido la parte que las aportó.
Esta reflexión, aunque en parte conceptual y terminológica, es útil porque nos permite ser más precisos y claros al momento de referirnos a la dinámica probatoria dentro del proceso judicial.
Criterios de asignación de la carga de la prueba
Hasta este momento hemos analizado cómo funcionan las cargas de la prueba, especialmente desde la perspectiva de la regla de conducta y la regla de juicio, pero aún no hemos abordado directamente un aspecto clave: determinar quién asume las consecuencias negativas ante la falta de prueba o, dicho de otra manera, quién tiene la carga de probar.
Si hacemos un breve recorrido histórico sobre cómo se ha respondido esta pregunta, encontraremos tres criterios fundamentales que han sido planteados para resolver esta cuestión.
El primer criterio, y quizás el más sencillo, es el denominado criterio de la afirmación. Este criterio propone, en términos simples, que «quien afirma un hecho tiene la carga de probarlo». No obstante, este enfoque ha sido considerado por la doctrina especializada, especialmente a partir del siglo XX, como parcialmente correcto. Esto se debe a que, en ocasiones, podría ocurrir que, por error o estrategia, una parte (demandante o demandado) no afirme expresamente un hecho (enunciado fáctico) que en razón a su pretensión o excepción, según corresponda, debía manifestar. En estos casos, aunque la parte no haya formulado expresamente la afirmación, la carga probatoria podría seguir recayendo en ella.
Ante esta limitación surgió un segundo criterio, conocido como criterio del interés o la incumbencia. Según este criterio, la carga de la prueba recae sobre aquella parte que obtendría un beneficio o ventaja con la demostración del hecho. Es decir, quien tiene el incentivo para que el hecho sea probado es también quien debe asumir la responsabilidad probatoria. Por regla general, existe una correspondencia entre quien afirma un hecho y quien tiene interés en su prueba, pero esta coincidencia no siempre ocurre, lo que explica por qué la doctrina ha preferido centrarse en la idea de interés o incumbencia, más que en el acto mismo de afirmar.
Finalmente, en los últimos años ha tomado especial relevancia un tercer criterio, denominado criterio de la facilidad. Aunque este criterio no es nuevo y posee antecedentes muy antiguos, recientemente ha ganado fuerza debido al modelo de Estado Social de Derecho, que busca proteger a aquellas personas en situación de desigualdad o vulnerabilidad mediante acciones afirmativas y mecanismos que equilibren cargas y oportunidades dentro del proceso judicial.
El criterio de la facilidad establece que la carga de probar debe recaer sobre aquella parte que se encuentra en mejores condiciones o que tiene mayores facilidades para acreditar un determinado hecho. Para ilustrar este criterio, pensemos en un ejemplo práctico: imaginemos a una persona que entra a cirugía y es completamente sedada. Sus familiares permanecen fuera del quirófano y ninguno tiene conocimientos médicos especializados. Al salir de la operación, la persona experimenta problemas de salud que no tenía antes del procedimiento.
Al iniciar una demanda por responsabilidad médica contractual, esa persona tendría que demostrar tres aspectos clave: el daño sufrido, la relación causal entre la actuación médica y el daño, y finalmente la culpa, es decir, que los médicos o el personal de la clínica cometieron un error, por negligencia, impericia o imprudencia.
En este escenario, es pertinente preguntarnos: ¿a quién le resulta más fácil probar la ausencia o existencia de culpa? ¿Al paciente sedado, sin conocimientos técnicos en medicina, o a la clínica y su personal médico, quienes tenían control pleno de la situación y conocimiento técnico sobre lo sucedido durante la cirugía?
Seguramente todos estaremos de acuerdo en que a la clínica, al médico, a la enfermera, al instrumentador quirúrgico o al anestesiólogo les resultará mucho más sencillo demostrar que actuaron con diligencia durante el procedimiento médico. Por lo tanto, el criterio de facilidad se concibió precisamente para resolver estas situaciones de desequilibrio probatorio, en las que a una de las partes le resulta sumamente difícil probar ciertos hechos, ya sea por razones técnicas, especialización del conocimiento o imposibilidad material, mientras que la otra parte dispone de una clara ventaja probatoria debido a su posición dominante o privilegiada frente al hecho.
En definitiva, el criterio de facilidad busca equilibrar las cargas probatorias e incentivar a la parte que está en mejor posición a aportar la prueba correspondiente, facilitando así la equidad dentro del proceso judicial.
Tipología de cargas de la prueba
A partir de los criterios anteriormente expuestos, se consolidaron en la teoría jurídica dos tipos específicos de cargas de la prueba, dando lugar a la tipología que conocemos actualmente.
En primer lugar, encontramos las denominadas cargas estáticas, que funcionan principalmente con base en el criterio del interés o incumbencia. Por otro lado, tenemos las llamadas cargas dinámicas, las cuales operan bajo el criterio de la facilidad. La expresión carga dinámica o dinamismo probatorio implica, desde ahora, que al mencionarla nos referimos a que se va a utilizar precisamente la facilidad como criterio fundamental de asignación probatoria.
Para comprender con claridad estos conceptos es importante analizar cómo funcionan ambas categorías en la práctica judicial. Al tratarse de una cuestión práctica, resulta indispensable examinar la normativa aplicable, ya que el régimen probatorio determina considerablemente cómo se implementan las cargas. En este punto voy a centrar mi análisis específicamente en el caso colombiano, haciendo referencia directa al artículo 167 del Código General del Proceso, que de manera detallada y precisa regula la operatividad de las cargas estáticas y dinámicas.
Una vez diferenciados claramente estos dos tipos de carga probatoria, resulta imprescindible explorar un último aspecto relevante, que es la relación entre las cargas de la prueba y otras figuras procesales afines. Particularmente considero necesario destacar dos instituciones con las cuales guarda estrecha conexión: la prueba de oficio y los deberes de aportación de parte. Este tema específico, dada su relevancia práctica y la riqueza jurisprudencial generada en torno al artículo 167 del Código General del Proceso, será objeto de reflexión en un apartado independiente, pues amerita una consideración aparte y más detallada.