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¿Quiénes intervienen en la actividad probatoria?

En este apartado abordaremos un tema sencillo, pero fundamental para comprender la dinámica del proceso: ¿quiénes intervienen en la actividad probatoria? Aunque la pregunta pueda parecer elemental y lo cierto es que ya la hemos abordado de manera implícita en los capítulos anteriores al desarrollar distintos aspectos del derecho probatorio, ahora le daremos un tratamiento más detallado y explicito, ya que esta cuestión da origen a una categoría doctrinal ampliamente reconocida en la literatura especializada: la de los sujetos o actores de la actividad probatoria.

La doctrina suele clasificar a estos actores en tres grandes grupos:

  1. El juzgador.
  2. Las partes procesales, como la Fiscalía, la defensa, el demandante o el demandado, dependiendo de la naturaleza del proceso.
  3. Los terceros, que no son parte del litigio, pero intervienen en distintas fases de la actividad probatoria.

A continuación, analizaremos cada uno de estos grupos, no solo desde el punto de vista conceptual —siguiendo los aportes de la teoría general de la prueba—, sino también en función del rol específico que desempeñan en el desarrollo de la actividad probatoria.

Comenzaremos con el juzgador, continuaremos con las partes procesales, y cerraremos con los terceros intervinientes. Esta clasificación nos permitirá entender cómo se distribuyen las funciones, competencias y responsabilidades en materia probatoria a lo largo del proceso judicial.

I. Juzgadores

Al hablar de los juzgadores, conviene hacer una primera precisión terminológica. Con esta expresión no me refiero exclusivamente a quienes ejercen funciones jurisdiccionales permanentes como jueces de la República dentro de la rama judicial. El término debe entenderse en un sentido más amplio, que incluya también a aquellos funcionarios públicos que ejercen funciones públicas, incluso particulares que lo hacen de manera transitoria o excepcional, y que tienen a su cargo la dirección de la actividad probatoria, la toma de decisiones dentro de ella, y, lo que es más importante, la emisión de enunciados probatorios. Así, por ejemplo, hay funcionarios pertenecientes a la rama ejecutiva, en los niveles nacional, departamental o municipal, que deben resolver peticiones que requieren análisis probatorio, a veces de manera más expedita que en un proceso judicial formal. El hecho de que tales actuaciones sean más ágiles no elimina su carácter probatorio.

Otro ejemplo claro lo encontramos en los árbitros: particulares a quienes se les ha conferido transitoriamente la función jurisdiccional. Bajo esta lógica amplia, entenderemos por juzgadores a todas aquellas personas que, con competencia legal, dirigen y toman decisiones dentro de la actividad probatoria, especialmente la decisión que declara demostrado o no un hecho.

¿Qué caracteriza a los juzgadores? ¿Qué propiedades tienen a lo largo de la actividad probatoria? Creo que la palabra clave aquí es competencia. Frente a cualquier posible juzgador, debemos preguntarnos si ese sujeto, conforme al ordenamiento jurídico aplicable, tiene o no competencia para tomar la decisión que se le está solicitando —o que pretende tomar— dentro de la actividad probatoria.

En principio, esta pregunta parece obvia, ya que en Colombia suele regir el principio de perpetuatio iurisdictionis, según el cual, una vez un juez conoce de un asunto, conserva la competencia para toda la actuación procesal, incluida la probatoria. Bajo esta lógica, el juez al que se le presenta la demanda será quien adelante toda la actuación y, por tanto, decrete las pruebas, resuelva las controversias probatorias y emita los enunciados probatorios en la sentencia.

Sin embargo, esta no es una regla absoluta. Existen especialidades procesales —como la penal o la disciplinaria— en las que la actuación está dividida entre diferentes tipos de juzgadores, con competencias distintas a lo largo del proceso.

En el proceso penal, por ejemplo, se distingue entre el juez con funciones de control de garantías y el juez con funciones de conocimiento. El primero interviene en todo lo relacionado con la obtención de elementos materiales probatorios, la protección de derechos fundamentales, los controles judiciales previos y posteriores a los actos de investigación, la autorización de pruebas anticipadas, entre otros. En cambio, el juez de conocimiento es el que preside la etapa de juzgamiento, decreta las pruebas en la audiencia preparatoria, dirige su práctica y finalmente emite los enunciados probatorios en la sentencia.

Este matiz entre procesos que conservan un solo juzgador a lo largo de toda la actuación —como ocurre en procesos civiles o administrativos— y aquellos que distribuyen la actividad probatoria entre diferentes funcionarios —como en lo penal y disciplinario— es crucial para analizar la competencia del juzgador. Por eso, la pregunta clave siempre será: ¿este sujeto tiene la competencia para tomar esta decisión dentro de la actividad probatoria? Si la respuesta es afirmativa, entonces procederá como juzgador; si no, debemos identificar quién sí la tiene para continuar con la actividad probatoria. 

Un segundo punto relevante sobre los juzgadores gira en torno a sus funciones, particularmente respecto al debate clásico sobre si pueden —o deben— decretar pruebas de oficio. Esta cuestión depende, en buena medida, del modelo ideológico de juez que adopte cada ordenamiento jurídico. Existen dos grandes posturas doctrinales:

  • Una sostiene que el juez debe ser pasivo, para preservar su imparcialidad. Bajo esta perspectiva, el juez se limita a observar el desarrollo del proceso entre las partes, valora lo que ellas presentan y decide con base en ello. Su imparcialidad se garantiza en la medida en que no interviene activamente en la formación del material probatorio.
  • La otra postura considera que el juez debe actuar activamente para alcanzar una decisión justa, lo que implica una conexión con la verdad de los hechos. Bajo esta visión, el juez puede y debe decretar pruebas de oficio cuando lo considere necesario para esclarecer lo sucedido, especialmente en contextos de desigualdad entre las partes o negligencia en la práctica probatoria.

Este debate fue muy intenso en el siglo XX, pero hoy los países han tomado posición normativa al respecto. En Colombia, encontramos dos grandes bloques de regulación:

  • Por un lado, el Código General del Proceso —como código tipo— establece que el juez debe decretar pruebas de oficio. Esta misma lógica ha sido adoptada por otras normativas, como los códigos disciplinarios y el código contencioso administrativo.
  • Por otro lado, el Código de Procedimiento Penal (Ley 906 de 2004) prohíbe expresamente al juez de conocimiento decretar pruebas de oficio. Esta restricción se fundamenta no solo en la necesidad de imparcialidad, sino también en el principio de presunción de inocencia, que exige que sea la Fiscalía quien acredite la culpabilidad del acusado.

Este marco normativo ya está definido en Colombia. Más allá de las discusiones académicas, lo importante en la práctica es tener claro cuál es la competencia concreta del juez en el proceso que estemos abordando. Si estamos en un proceso penal y nos referimos al juez de conocimiento, no podrá decretar pruebas de oficio. En cambio, en el ámbito civil o contencioso administrativo, sí podrá hacerlo y, de hecho, tendrá el deber de hacerlo cuando resulte necesario para una decisión justa.

Esta distinción tiene un impacto directo en la estrategia probatoria que adopten las partes. La posibilidad o imposibilidad de que el juez decrete pruebas de oficio debe ser tenida en cuenta desde el inicio del proceso, ya que condiciona las cargas procesales, la iniciativa probatoria y la planificación del caso.

II. Partes

Procedamos ahora a estudiar a las partes como sujetos de la actividad probatoria. Empecemos, como es habitual, por su definición. En la literatura especializada sobre teoría general del proceso existen distintas formulaciones, pero considero que la clave de cualquier definición está en la idea de los derechos en juego.

Una parte es aquel sujeto cuyos derechos subjetivos están comprometidos en el proceso y, particularmente, pueden verse afectados por la decisión judicial que se adopte. En otras palabras, un sujeto debe ser considerado parte cuando los efectos de la sentencia, del fallo, del acto administrativo —según el tipo de procedimiento de que se trate— o incluso de un laudo arbitral, recaen directamente sobre él. Eso es lo que le otorga la condición de parte procesal.

A esta idea debemos añadir un matiz importante: esa afectación debe recaer sobre un derecho subjetivo autónomo, es decir, un derecho que le pertenece directamente al sujeto. Esta precisión resulta fundamental para distinguir a las partes de otros intervinientes como los terceros con interés, que estudiaremos más adelante.

Una vez definido el concepto, la pregunta siguiente es: ¿qué propiedades o características deben concurrir en una parte para que pueda intervenir activamente en el desarrollo de la actividad probatoria?

Aquí entra en juego el concepto de legitimación, que la teoría general del derecho ha definido como la titularidad del derecho subjetivo. Esta noción parte de la premisa de que todo derecho implica una facultad de actuar y, correlativamente, impone un deber a otro sujeto —ya sea el juez, la contraparte o el sistema procesal mismo— de aceptar, tramitar o soportar el ejercicio de ese derecho.

Llevado al campo probatorio, podemos afirmar que una parte está legitimada cuando ostenta el derecho a realizar actos dentro del procedimiento probatorio —ya sea solicitar, producir o controvertir prueba— y, en consecuencia, el juez tiene el deber jurídico de tramitar la petición, y la contraparte, el deber de soportar las consecuencias jurídicas de esa actuación. Por supuesto, siempre que la solicitud del acto probatorio se ajuste a las reglas del proceso.

En general, la condición de parte confiere una titularidad plena de derechos en el ámbito probatorio. Esto se traduce en lo que doctrinariamente se conoce como el derecho a la prueba, un derecho procesal fundamental del que derivan múltiples facultades: el derecho a solicitar pruebas para sustentar sus pretensiones, el derecho a que esas pruebas sean decretadas y practicadas, el derecho a contradecir las pruebas de la contraparte, el derecho a que se valoren las pruebas allegadas en su favor, y el derecho a que se justifique la decisión que se adopte sobre la prueba de los hechos. 

En definitiva, cuando estamos ante un sujeto que ostenta la condición de parte, lo central desde la perspectiva probatoria es verificar su legitimación para intervenir activamente en la práctica de pruebas. Esa legitimación no es otra cosa que la expresión del derecho a la prueba, del cual es titular precisamente por la presencia de derechos subjetivos propios que pueden verse afectados con la decisión final del proceso.

III. Terceros

Procedamos ahora a estudiar a los terceros como sujetos que intervienen en la actividad probatoria. Para comprender adecuadamente esta categoría, es fundamental advertir que no se trata de un grupo homogéneo. En efecto, los terceros se dividen en dos grandes grupos: por un lado, los terceros con interés, que comparten algunos rasgos con las partes; por el otro, los terceros sin interés, como los testigos y peritos. Aunque ambos grupos se denominan terceros, su intervención en el proceso y, particularmente, en la actividad probatoria, difiere de manera sustancial.

Comencemos por los terceros con interés. La idea central de esta categoría es que se trata de sujetos cuyos derechos están en juego dentro del proceso, especialmente en la decisión final, pero tales derechos son de carácter accesorio o dependiente respecto de los derechos de una de las partes. Por esta razón, aunque no son parte en sentido técnico, sí comparten con ella el hecho de que la sentencia puede tener consecuencias sobre sus derechos. Esta condición explica por qué los sistemas procesales les otorgan algunas garantías procesales, entre ellas ciertas facultades probatorias.

Un ejemplo claro de tercero con interés es la víctima en el proceso penal. Si bien la jurisprudencia le reconoce la calidad de interviniente especial, en términos de teoría general del proceso se trata de un tercero con interés. Sus derechos a la verdad, la justicia y, eventualmente, a la reparación integral, se ven afectados con las decisiones que se tomen en el proceso penal. Y esto no solo ocurre con la sentencia, sino también con actuaciones previas como preclusiones, archivos, preacuerdos, principios de oportunidad o el allanamiento. Debido a ello, el sistema procesal le reconoce ciertos derechos en materia probatoria, como la posibilidad de adelantar una investigación autónoma, descubrir elementos de conocimiento, solicitar pruebas en la audiencia preparatoria, controvertir decisiones sobre admisión o exclusión probatoria, presentar alegatos de conclusión e incluso recurrir la sentencia. Sin embargo, la víctima no puede intervenir en el juicio oral en términos de producción de prueba: no puede interrogar, contraexaminar ni objetar, por expresa prohibición de la Corte Constitucional basada en el principio de igualdad de armas. Así, si bien la víctima tiene un conjunto de facultades probatorias, estas no equiparan su posición a la de la fiscalía o la defensa.

En el régimen disciplinario encontramos otros ejemplos de terceros con interés: el quejoso y la víctima. El quejoso tiene derechos muy limitados, pero puede aportar pruebas con la queja y durante su ampliación, así como impugnar el archivo y el fallo absolutorio; al admitir su intervención se le reconoce como sujeto procesal con facultades restringidas. Por su parte, la víctima —concepto reservado a ciertas faltas relacionadas con acoso sexual o violaciones a derechos humanos— tiene mayores facultades, especialmente en materia probatoria y en la posibilidad de recurrir decisiones que pongan fin a la actuación disciplinaria.

En el Código General del Proceso, el tratamiento de los terceros con interés es más complejo. Se regulan figuras como el litisconsorcio (necesario, facultativo, cuasinecesario), la intervención excluyente, el llamado en garantía, la coadyuvancia, el llamamiento de oficio, la sucesión procesal, entre otros. Pero lo que realmente importa en clave probatoria es determinar, más allá de la etiqueta, cuáles son los derechos procesales y probatorios que le asisten a ese sujeto. Por eso, el concepto clave es la legitimación. Debemos preguntarnos: ¿está legitimado este tercero con interés para solicitar pruebas, oponerse al decreto probatorio, contrainterrogar, objetar preguntas, presentar alegatos o recurrir la decisión final? La respuesta dependerá siempre de la regulación específica.

Un ejemplo útil para ilustrar esta complejidad lo encontramos en las aseguradoras dentro del proceso penal. En casos de accidentes de tránsito, una sentencia condenatoria puede derivar en una reparación económica exigible a la aseguradora. A pesar de esto, el sistema procesal penal no les reconoce la condición de sujetos procesales y les impide participar activamente en el proceso. No obstante, en la práctica, las aseguradoras han encontrado formas de participar: presentan solicitudes a la Fiscalía, aportan elementos de conocimiento y sugieren decisiones, pero todo queda supeditado a la voluntad del fiscal. Este ejemplo nos muestra que la conceptualización de terceros con interés nos ayuda a ordenar el análisis, pero no reemplaza el estudio detallado de la regulación aplicable.

Pasemos ahora a los terceros sin interés. Como su nombre indica, estos sujetos no tienen comprometidos sus derechos en el proceso y, por tanto, la sentencia no les afecta normativamente. Algunos autores prefieren denominarlos órganos de prueba, precisamente porque su papel es instrumental al desarrollo de ciertos medios probatorios, como el testimonio o el dictamen pericial. Aunque no tienen técnicamente derechos procesales probatorios, sí gozan de ciertas garantías en su calidad de personas y, por tanto, el proceso les impone deberes tanto al juez como a las partes en torno a ellos. 

En este caso, ya no hablamos de competencia ni de legitimación, sino más bien de autorización. Estos sujetos solo pueden intervenir si previamente han sido autorizados por el juez mediante el decreto correspondiente. Así, testigos y peritos serán llamados al proceso para cumplir una función específica dentro del procedimiento probatorio, sometidos a las reglas establecidas por el ordenamiento.

En conclusión, en la actividad probatoria intervienen tres tipos de personas: los juzgadores, las partes y los terceros. En este último grupo, es esencial distinguir entre terceros con interés —que, aunque no son parte, pueden tener legitimación para ciertas actuaciones probatorias— y terceros sin interés —cuya participación es accesoria y sujeta a autorización judicial. 

Con esto cerramos el estudio del procedimiento probatorio. En el próximo capítulo abordaremos un tema clásico pero siempre desafiante: ¿quién tiene la carga de probar?

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